miércoles, 8 de octubre de 2014

PATRIOTISMO de Mishima


El 28 de febrero de 1936, al tercer día del incidente del 26 del actual mes, el  Teniente del Batallón de Trans­porte profundamente perturbado, al saber que sus colegas más próximos eran leales a los amotinados e, indignado ante la inminente perspectiva del ataque de las tropas contra  el ejército imperial, tomó su espada de oficial y  se vació las entrañas, en la habitación  de su casa, en la sexta manzana  del distrito de Y. Su esposa lo siguió, ultimándose de una puñalada. La nota de  despedida del teniente consistía en una sola frase: "¡Vivan las Fuerzas Imperiales!" La de su esposa, luego de pedir perdón a sus padres por precederles en el camino a la tumba, concluía: "Ha llegado el día para la mujer de un soldado". Los últimos momentos de esta heroica y abnegada pareja hubieran hecho llorar a los dioses. Es menester destacar que la edad del teniente, era de treinta y un años y la de su esposa, de veintitrés. Hacía sólo diez y ocho meses que se habían casado.
                                              II
Quienes contemplaron el retrato conmemorativo del novio y de la novia no dejaron de admirar -quizá tanto como quienes habían asistido a la boda- el elegante porte de la pareja.
El teniente, de pie junto a su esposa, lucía majestuoso en su uniforme militar. Su mano derecha descansaba sobre el puño de la espada y, la mano izquierda, sostenía la gorra de oficial. Su expresión severa traducía claramente la integridad de la juventud. En cuanto a la belleza de la novia, envuelta en sus blancas vestiduras, sería di­fícil encontrar las palabras adecuadas para describirla. Había sensualidad y refinamiento en sus ojos, en las finas cejas y en sus labios sensuales. Una mano, tímidamente asomada a la manga del vestido, sostenía un abanico y las puntas de los dedos, agrupados delicadamente,  eran como el capullo de una flor de luna.
Luego de consumado el suicidio, muchos tomaron la fotografía y se entregaron a tristes reflexiones acerca de las maldiciones, que suelen recaer sobre las uniones sin tacha. Tal vez fuera sólo el efecto de la imaginación  pero, al observar el retrato, parecía casi que los dos jóvenes, antes el biombo dorado, contemplaran con absoluta claridad la muerte que los aguardaba
Gracias a los buenos oficios del teniente general habían podido instalarse en su nuevo hogar. En realidad aquel nuevo hogar no era sino una vieja casona alquilada de tres dormitorios,  con un pequeño jardín en el fondo.  Instalaron el dormitorio y la sala de recibo en la habitación del piso superior, pues   el resto de la casa no recibía la luz del sol. No tenían sirvientes; ella cuidaba del hogar, en ausencia de su marido.
El viaje de bodas quedó postergado, por coincidir con una época de emergencia nacional. El teniente y su esposa pasaron la primera noche de casados en la vieja casa. Muy tieso, sentado sobre el piso, con su espada frente a él, le hizo escuchar a su esposa un discurso de corte militar, antes de llevarla al lecho nupcial. Una mujer que contrajo matrimonio con un soldado,  debía saber y aceptar sin vacilaciones el hecho de que la muerte de su marido podía llegar en cualquier momento. Quizás, al día siguiente, no importaba cuándo: ¿Estaba conforme con aceptarlo?  Se puso de pie y, abriendo la vitrina, tomó de ella su más preciado bien, un puñal, regalo de su madre. Se comprendieron perfectamente, sin necesidad de palabras y el teniente no pudo nunca más a prueba la resolución de su mujer.
Durante los primero meses que siguieron a la boda,  su belleza  se hizo cada día más radiante. Brillaba, serena, como la luna después de la lluvia. Como ambos estaban dotados de cuerpos sanos y vigorosos, su relación era apasionada y no se limitaba a las horas de la noche. En más de una ocasión, al regresar a su hogar, directamente del campo de maniobras, y aún con el uniforme salpicado de barro, el teniente había poseído a su mujer en el suelo, apenas abierta la puerta de la casa. Su mujer le correspondía con el mismo ardor. En aproximadamente un mes, contando la noche de bodas, ella conoció la absoluta felicidad y el teniente -al comprobarlo-  se sintió también muy feliz.
El cuerpo de ella era blanco y puro; de sus pechos turgentes emanaba un rechazo firme y casto que, cuando gozaba, se mudaba en la más íntima y acogedora tibieza. Aun en los momentos de mayor intimidad, se mantenían extraordinariamente serios. Conservaban sus corazones sobrios y austeros, en medio de las más embriagadoras demostraciones de pasión.
El teniente recordaba a su mujer, durante el día, en los cortos períodos de descanso, entre su entrenamiento y su retorno al hogar; ella no olvidaba a su marido, en ningún momento. Cuando estaban separados, les bastaba con mirar solamente la fotografía de su casamiento para ratificar una vez más su felicidad. A ella no le sorprendía, en lo más mínimo, que un hombre que había sido un extraño hasta algunos meses atrás, se hubiera convertido en el sol, alrededor del cual giraba toda su vida y su mundo.
Esta relación tenía una base moral y seguía  fielmente, el mandato de los Principios de la Educación, en los que se estipula que “la armonía reinará entre el marido y la mujer”. Reiko no encontró jamás la ocasión de contradecir a su marido y el teniente no tuvo motivo alguno para reñir a su mujer.
En el nicho, debajo de la escalera, junto a la tablilla del Gran Santuario Ise, habían colocado  fotografías de sus Majestades Imperiales; cada mañana, antes de partir hacia sus obligaciones, el teniente y su mujer se  detenían frente a ese lugar santificado y, juntos hacían en una profunda reverencia. La  ofrenda de agua se renovaba cada mañana y la rama sagrada de saski estaba siempre verde y fresca. Sus vidas se deslizaban bajo la solemne protección de los dioses y estaban colmadas de una felicidad intensa, que hacía vibrar cada fibra de su cuerpo
                                              III


Aun cuando la casa  se hallaba en la vecindad, nadie escuchó allí el tiroteo por la mañana del 26 de febrero. Aquel fue un ruidoso toque de atención, en el amanecer nevado, que interrumpió bruscamente el sueño del teniente. Saltó inmediatamente de la cama y, sin pronunciar palabra, vistió el uniforme, se ajustó la espada que le tendía su mujer, y se precipitó hacia la calle, cubierta de nieve, en el oscuro amanecer. No regresó a su hogar hasta la noche del día veintiocho.
Algo más tarde, ella escuchó por radio las noticias sobre aquella súbita erupción de violencia. Vivió los dos días siguientes en completa y tranquila soledad, tras la puerta cerrada.
Ella leyó  la presencia de la muerte, en el rostro de su marido, al marcharse a toda prisa bajo la nieve. Si él no regresaba, su propia decisión era también muy firme: moriría con él.
Se dedicó, entonces, a ordenar sus pertenencias personales. Eligió sus mejores conjuntos de quimonos -como recuerdo para sus amigas de colegio- y escribió un nombre y una dirección, sobre el rígido papel.
Como su marido le recordaba constantemente que no debía  pensar en el mañana,  ni siquiera había escrito un diario y se encontraba ahora, en la imposibilidad de releer lo pasajes, en los cuales hubiera dado testimonio de su felicidad. Sobre la radio se destacaban un perrito de porcelana, un conejo, una ardilla, un oso y un zorro. Tampoco faltaba allí un jarrón.  Estos objetos constituían su única colección . Sin embargo, de nada serviría regalarlos, como recuerdos. Tampoco sería apropiado pedir específicamente que fueran incluidos en el ataúd. Mientras estos objetos desfilaban por su mente, tuvo la sensación de que los  pequeños animales parecían cada vez más tristes y desamparados.
Tomó la ardilla en su mano y la observó. Fue entonces cuando, con sus pensamientos puestos en un reino mucho más alejado que estos afectos infantiles, vio en la lontananza el sol, que personificaba a  su marido. Estaba pronta y feliz de terminar sus días en compañía de aquel hombre deslumbrante, pero en ese momento de soledad se permitió regocijarse con el inocente afecto por aquellas bagatelas. Ya había pasado el tiempo en  que realmente las había amado. Ahora solamente acariciaba su recuerdo y el lugar que ocuparan en su corazón se había colmado definitivamente con pasiones más intensas.
Ella  jamás había supuesto que las turbadoras emociones de la carne fueran sólo un placer. La baja temperatura de febrero y el contacto con la gélida porcelana de la ardilla habían entumecido sus dedos. Sin embargo, bajo los dibujos simétricos de su acicalado quimono podía sentir, cuando recordaba los poderosos brazos del teniente, una cálida humedad que -desde su piel- desafiaba el frío.
No experimentaba absolutamente ningún temor por la muerte  rondando próxima. Mientras esperaba sola, en su casa, no dudaba en que la angustia y la congoja que estaría experimentando su marido en aquellos momentos la llevarían a una, con tanta certeza como su intensa pasión, a una muerte agradable. Sentía  profundamente que su cuerpo podría disolverse con facilidad y convertirse en uno, con el pensamiento de su marido.
A través de los noticieros radiales, escuchó los nombres de varios colegas de su marido, mencionados entre lo insurgentes. Estas eran noticias de muerte. Se preguntaba con ansiedad, a medida que la situación se hacía más difícil, porqué no se emitía una orden Imperial. El movimiento, que en un principio había parecido ser un intento de restaurar el honor nacional, se había convertido gradualmente en un  motín infame. El regimiento no había dado ningún comunicado y se suponía que, en cualquier momento, podría comenzar la lucha en las calles aún cubiertas de nieve.
El veintiocho, a la caída del sol, furiosos golpes estremecieron a Reiko. Bajó precipitadamente las escaleras y, mientras con dedos inexpertos tiraba del pasador, la silueta apenas delineada tras los vidrios cubiertos de escarcha, no emitía sonido alguno. Sin embargo, no dudó de la presencia de su marido. Nunca antes había tenido tanta dificultad en abrir la puerta. Cuando finalmente pudo lograrlo, se encontró frente al teniente, enfundado en un capote color kaki y con las botas de campaña salpicadas de barro.
Su mujer no comprendió por qué él cerró la puerta y corrió nuevamente el pasador.
-Bienvenido a casa-. La joven ejecutó una profunda reverencia a la cual su marido no respondió. Se había quitado la espada y comenzaba a desembarazarse del capote. Ella quiso ayudarlo. El saco, que estaba frío y húmedo y había perdido el olor a estiércol que tenía normalmente, cuando se lo exponía al sol, le pesaba en el brazo. Lo colgó de una percha y sosteniendo la espada y el cinturón de cuero entre sus mangas, esperó a que su marido se quitara las botas. Luego lo siguió hasta la sala de la habitación.
Bajo la clara luz de la lámpara, el rostro barbudo y agotado de su marido era casi irreconocible. Las mejillas hundidas habían perdido su brillo y su elasticidad. En circunstancias normales hubiera cambiado su ropa por otra de entre casa y la hubiera urgido a servir la comida de inmediato. En cambio, aquella noche se sentó frente a la mesa, vistiendo el uniforme y con la cabeza hundida sobre el pecho.
Reiko se abstuvo de preguntar si debía preparar la comida.
 _Yo no sabía nada- dijo el hombre, al cabo de un silencio. -No me pidieron que me uniera a ellos. Quizá no lo hicieron al saberme recién casado.  y también evocó los rostros de los alegres oficiales jóvenes, amigos de su marido, que habían concurrido a aquella casa en calidad de invitados.
_Quizá mañana se publique una Ordenanza Imperial. Supongo que serán juzgados como rebeldes. Estaré a cargo de la unidad con órdenes de atacarlos.  No puedo hacerlo. Sería simplemente imposible;- guardó silencio.
_Me han dispensado de las guardias y estoy autorizado para volver a casa por una noche. Mañana, a primera hora, deberé unirme al ataque sin proferir una réplica. No puedo hacerlo, 
Ella estaba sentada, muy tiesa, con los ojos bajos. Comprendía muy claramente que su marido hablaba en términos de muerte. El teniente estaba resuelto y, aún cuando todavía planteaba el dilema, en su mente, ya no cabían las vacilaciones.
Sin embargo, en el silencio que se estableció entre ambos, todo quedó en claro con la misma transparencia de un cauce de agua alimentado por el deshielo.
Ya en su casa, después de la larga prueba de dos días y contemplando el rostro de su hermosa mujer, el teniente  experimentó por primera vez una verdadera paz interior. Había intuido de inmediato que su mujer conocía la resolución que ocultaban sus palabras.
_Bien, entonces (el teniente abrió, grandes los ojos; pese al cansancio, su mirada era fuerte y transparente y no la apartó de su esposa) esta noche me abriré el estómago.
Reiko no vaciló.
_Estoy preparada, dijo: permíteme acompañarte_.
El teniente se sintió casi hipnotizado por la mirada implorante de mujer. Sus palabras comenzaron a fluir fácilmente, como expresadas en delirio. Otorgó su aprobación a aquella empresa vital, en una forma descuidada y negligente, que parecía escapar a su entendimiento.
_Bien. Nos iremos juntos. Pero, antes, quiero que seas testigo de mi muerte_.
Ya de acuerdo, sus corazones se vieron inundados por una repentina felicidad. Reiko estaba profundamente conmovida por la confianza que depositaba en ella su marido. Era vital para el teniente que no se cometieran irregularidades en su muerte. Por esta razón era necesario un testigo. Y el haber elegido para tal fin a su mujer, demostraba una profunda y absoluta confianza. En segundo lugar, y eso era  aún más importante, aunque había rogado a Reiko que muriera con él, ni siquiera intentaba ultimar a su esposa primero, sino que dejaba aquel momento librado al criterio de ella, para cuando él  ya no estuviera allí, verificándolo todo. Si el teniente hubiera abrigado la menor sospecha, cumpliendo el pacto de los suicidas, la habría ultimado en primer término.
Cuando su mujer le dijo: ¿Me permites acompañarte?, el teniente  comprendió con estas palabras el fruto de las enseñanzas impartidas, desde la noche del casamiento. La había educado en forma tal que, llegado el momento, respondía en los exactos términos que correspondían. Era éste un halago a la confianza en sí mismo.  No era ni tan romántico ni tan presuntuoso como para creer que esas palabras eran dichas espontáneamente, sólo por amor.
Sus corazones estaban tan inundados de felicidad, que no podían dejar de sonreír. Su mujer se sentía de nuevo en su noche de bodas. Ante sus ojos no existían ni el dolor ni la muerte. Sólo creía ver un ilimitado espacio abierto hacia vastos horizontes.
_El agua está caliente. Ahora te darás un baño.
_Sí, por supuesto.
_ ¿Y la comida?
Las palabras fueron pronunciadas en un tono tan tranquilo y doméstico que, por una fracción de segundo, el teniente creyó haber sido juguete de una alucinación.
_ No creo que sea necesario. ¿Podrías calentar un poco de sake?
_Como quieras.
Ella se levantó y al tomar del ropero un vestido  para después del baño, atrajo deliberadamente la atención de su marido sobre los cajones vacíos. El teniente observó el interior del mueble. Leyó las direcciones sobre los regalos recordatorios. No hubo pena en él, frente a la heroica determinación de ella. Como un marido a quien su joven esposa enseña con orgullo sus compras pueriles, el teniente, inundado de afecto, abrazó a su mujer  por la espalda y la besó en el cuello.
Ella sintió la aspereza de aquel rostro sin afeitar. Esta sensación encerraba para ella toda la alegría del mundo, y ahora –sintiendo que iba a perderla para siempre- percibía  una frescura más allá de toda experiencia. Cada momento parecía contener una infinita fuerza vital. Los sentidos se despertaron en todo su cuerpo. Aceptando las caricias de él Reiko se alzó sobre la punta de sus pies y dejó que aquella vitalidad atravesara todo su cuerpo.
_Primero el baño y luego, después de tomar sake. Prepara las camas arriba, ¿quieres?
El teniente susurró algo en el oído de su mujer y ella asintió silenciosamente.
El teniente se quitó con apuro el uniforme y se dirigió al baño. Al escuchar el suave ruido del agua, llevó el brasero de carbón hasta la sala y comenzó a calentar la bebida.
Tomó la bata, una faja y su ropa interior. Se dirigió al baño para controlar el calor del agua. En medio de una nube de vapor, él se afeitaba con las piernas cruzadas en el suelo. Ella pudo distinguir los músculos de su fuerte espalda húmeda, que respondían a los movimientos de los brazos.
Nada sugería algún acontecimiento anormal. Reiko se ocupaba diligentemente de sus tareas y preparaba platos improvisados. Sus manos no temblaban y se mostraba más eficiente y desenvuelta que de costumbre. De tanto en tanto, sentía extrañas palpitaciones en el centro del pecho, pero eran como luces distantes. Tenían un momento de gran intensidad y luego se desvanecían, sin dejar huellas. Omitiendo esto, no parecía ocurrir nada fuera de lo habitual.
Mientras se afeitaba en el baño, él sintió que su cuerpo tibio se libraba por milagro de la desesperada fatiga de aquellos días de incertidumbre y se llenaba de una agradable expectativa, pese a la muerte que lo aguardaba. Podía oír vagamente los ruidos habituales con los cuales su mujer cumplía los quehaceres y un deseo físico, postergado durante dos días, se presentó nuevamente.
El teniente confiaba en que no había habido impureza en ese deseo, experimentado, mientras resolvían morir. Ambos habían sentido en aquel momento, aun cuando no de un modo claro y consciente, que esos placeres permisibles estaban de nuevo bajo la protección del  Bien y del Poder Divino. Los protegía una moralidad total e intachable. Al mirarse a los ojos y descubrir en su interior una muerte honorable, estaban de nuevo a salvo, tras las paredes de acero, que nadie puede destruir, enfundados en la impenetrable coraza de la  Belleza y la Verdad. Él podía entonces considerar su patriotismo y las urgencias de su carne como parte de un todo.
Acercó aún más la cara al oscuro y agrietado espejo de pared y se afeitó con cuidado.  Aquel era el rostro que presentaría en la muerte y era importante que no tuviera imperfecciones. Sus mejillas recién afeitadas irradiaban -de nuevo- el brillo de la juventud y parecían iluminar la opacidad del espejo. Sintió que había cierta elegancia en la  asociación de la muerte con aquella cara sana y radiante.
Sería su rostro de difunto. En realidad ya había dejado a medias de pertenecerle, para convertirse en el busto de un soldado muerto. A título de experimento,  cerró con fuerza los ojos y todo quedó envuelto en la oscuridad. Ya no era una criatura viva. Al salir del baño, con un tenue reflejo azulado, bajo la tersa piel de las mejillas, se sentó junto al brasero de carbón. Advirtió que, pese a hallarse ocupada, Reiko había encontrado el tiempo necesario para retocar su cara. Su rostro estaba fresco y sus labios húmedos. Era imposible encontrar en ella el menor rastro de tristeza y, al observar aquella demostración de la personalidad apasionada de su mujer, pensó que había elegido a la esposa que correspondía.
Tan pronto como hubo vaciado su taza, se la ofreció a ella, quien nunca lo había probado. La joven bebió un sorbo, tímidamente.
_Ven aquí- dijo el teniente.
Ella se acercó a su marido y mientras él la abrazaba se sintió profundamente conmovida, como si la tristeza, la alegría y el poderoso sake se mezclaran dentro de ella.
Él contempló las facciones de su esposa. Era el último rostro que vería en este mundo. Lo estudió minuciosamente con los ojos de un viajero despidiéndose de espléndidos paisajes.
Reiko tenía una cara de rasgos regulares  y  labios suaves. El teniente no se cansaba de contemplarla: la besó en la boca. Y de repente, sin que se alterara su belleza por el llanto, las lágrimas comenzaron a brotar con lentitud, bajo las largas pestañas y corrieron -como hilos brillantes- por sus mejillas.
Luego, él quiso subir al dormitorio, pero ella le suplicó que le diera tiempo a tomar su baño. Él subió, pues, solo, y se acostó con los brazos y piernas abiertas en la habitación entibiada por la estufa de gas. Incluso el tiempo que transcurrió, esperando a su mujer, no fue más largo de lo habitual.
Colocó las manos bajo la cabeza y observó las vigas del techo. ¿Esperando la muerte? ¿Un salvaje éxtasis de los sentidos? Ambas cosa parecían sobreponerse, como si el objeto del deseo físico fuera la muerte misma.
Nunca había gozado de una sensación de libertad tan absoluta.
Un coche frenó y pudo escuchar el chirrido de las ruedas, patinando sobre la nieve, apilada en los bordes de la calle. La bocina repercutió en las paredes cercanas. Al percibir esos ruidos él pensó que aquella casa se levantaba como una isla solitaria, en el océano de una sociedad ocupada sin cansancio, en los mismos asuntos de siempre. A su alrededor se extendía en desorden el país, por el cual estaba sufriendo y dispuesto a dar la vida. No sabía ni le importaba si aquella gran nación reconocería su sacrificio. En su campo de batalla no existía la gloria: era la trinchera del espíritu.
Los pasos de su mujer resonaron en la escalera. Crujían los empinados escalones de la antigua morada y estos sonidos lo inundaron de gratos recuerdos. En cuántas ocasiones los había escuchado desde la cama. Al reflexionar en que ya no volvería a percibirlos, se concentró en ellos, tratando de que cada rincón de aquel tiempo precioso se colmara con el ruido de las suaves pisadas, en la vieja escalera. Tales instantes parecieron transformarse en joyas rutilantes de luz interior.
Reiko tenía una faja sobre la bata y su color estaba atenuado por la media luz. Él quiso asirla,  pero la mano de ella corrió en su ayuda: la faja cayó al suelo.
Ella estaba de pie frente a él. El hombre hundió las manos en las aberturas laterales bajo las mangas y la abrazó intensamente. El roce de sus dedos sobre la piel desnuda y sentir que las axilas se cerraban con suavidad sobre sus manos, encendió aún más su pasión y, pocos instantes más tarde, ambos yacían desnudos, frente al brillante fuego de la estufa.
No pronunciaron palabra alguna, pero sus cuerpos y sus corazones se inflamaron al saber que aquél era su último encuentro. Era como si las palabras “Última Vez” hubieran sido estampadas con pinceladas invisibles, sobre cada centímetro de sus cuerpos. Atrajo a su mujer y la besó con vehemencia. Sus lenguas exploraron las bocas, adentrándose en su interior -suave y húmedo- y fue como si las aún desconocidas agonías de la muerte templaran sus sentidos como el acero al rojo vivo. Los lejanos dolores finales habían refinado su percepción amorosa.
_ Es la última vez que voy a verte, murmuró. Déjame mirar y tomando la lámpara en una mano, dirigió un haz de luz sobre el cuerpo extendido de su mujer.
Ella había cerrado los ojos. La luz de la lámpara destacaba la majestuosidad de su carne blanca. El teniente, con un dejo de egocentrismo, se alegró pensando en que jamás vería aquella belleza derrumbarse frente a la muerte.
Contempló sin apuro aquel inolvidable espectáculo. Acariciaba la  sedosa cabellera, palmeaba suavemente el bello rostro y besaba todos los puntos, donde se detenía su mirada. La frente alta tenía una serena frescura; los ojos cerrados se orlaban de largas pestañas; bajo las cejas, finamente dibujadas, y el brillo de los dientes se entreveía  los labios llenos. Todo ello configuraba en la mente de él la visión de una máscara mortuoria radiante y una y otra vez apretó sus labios contra la blanca garganta, donde la mano de Reiko no tardaría en descargar su certero golpe. El cuello enrojeció bajo sus besos y volviendo suavemente a los labios de su amada, apoyó su boca sobre ellos, como el fluctuante movimiento de un pequeño bote. Cerró los ojos; el mundo se convertía así en una mecedora.
Su boca seguía fielmente el recorrido de sus ojos. Los pechos altos y turgentes, terminados como capullos de cerezo silvestre, se endurecían al contacto de sus labios. Los brazos emergían mansamente a ambos lados, afinándose hacia las muñecas, pero sin perder su redondez ni su simetría. Los dedos delicados eran aquellos que habían sostenido el abanico, durante la ceremonia nupcial. A medida que los besaba, se retraían, como avergonzados. El hueco natural, que se curva entre el pecho y el estómago, tenía en sus líneas no sólo la sugestión de la tersura, sino la fuerza de la elasticidad y anunciaba las ricas curvas, que se extendían hasta las caderas. La riqueza y la blancura del vientre y las caderas eran como la leche contenida en un amplio recipiente. El hoyo sombreado del ombligo podía haber sido la huella de una gota de agua recién caída allí. Donde las sombras se hacían más intensas, el vello crecía apretado, dulce y sensible y, a medida que la excitación aumentaba en aquel cuerpo, que ya había dejado de mostrarse pasivo, un aroma de flores ardientes se hacía cada vez más penetrante.
Ella habló, por fin, con voz trémula:
_Muéstrame, déjame mirar por última vez.
El teniente no había escuchado nunca de labios de su mujer un pedido tan firme y definido. Era como si su modestia ya no pudiera ocultar algo que, ahora, se libraba de las trabas que la oprimían. Él se recostó sumiso para someterse a los requerimientos de su mujer. Ella alzó  su cuerpo blanco y tembloroso y ardiendo en un inocente deseo de devolverle todo cuanto había hecho con ella, puso sus blancos dedos sobre los ojos de su marido y los cerró con suavidad.
De repente, inundada de ternura, con las mejillas encendidas por el vértigo de la emoción,  abrazó la cabeza rapada y el pelo afeitado lastimó su pecho. Aflojando el abrazo contempló luego el rostro varonil de su marido. Las cejas severas, los ojos cerrados, el espléndido puente de la nariz, los labios firmes y bien dibujados. Lo besó; se detuvo en la ancha base del cuello, en los hombros fuertes y erguidos, en el pecho poderoso con sus círculos gemelos, semejantes a escudos de ásperos pezones.  Un olor dulce y melancólico se desprendía de las axilas profundas, sombreadas por la carne abundante del pecho y de los hombros. En cierto modo, la esencia de la muerte joven estaba contenida en aquella dulzura.  Su piel desnuda relucía como un campo de cebada y podía observar los músculos en relieve, convergiendo sobre el abdomen, alrededor del ombligo, pequeño y modesto. Al mirar el estómago firme y joven, cubierto por un vello vigoroso, pensó que pronto iba a ser cruelmente lacerado por la espada y, reclinando la cabeza, rompió en sollozos y lo cubrió de besos.
Al sentir las lágrimas de su mujer, él se sintió capaz de afrontar con valor  las más crueles agonías del suicidio.
Resulta fácil imaginar a qué éxtasis llegaron después de aquellos tiernos intercambios. El teniente se incorporó y rodeó con un potente abrazo a su mujer, cuyo cuerpo estaba exhausto, luego de tantas lágrimas y aflicciones. Juntaron sus caras apasionadamente, restregando las mejillas. El cuerpo de ella temblaba. Sus pechos húmedos estaban con fuerza apretados y cada milímetro de aquellos cuerpos jóvenes y espléndidos se había compenetrado tanto con el otro, que parecía imposible  separarlos jamás.  Ella gritó. Desde las alturas se sumergieron en el abismo y, de allí, una vez más hasta embriagantes alturas. Él jadeaba como el portador de un estandarte. Al terminarse un ciclo, surgía de inmediato una nueva ola de placer y, juntos, sin muestras de fatiga, se elevaron de nuevo hasta la cima misma de un nuevo movimiento jadeante.
                                                   IV

Cuando él se volvió finalmente no fue por cansancio. No quería agotar la considerable fuerza física que necesitaría para llevar a cabo su suicidio. Además, hubiera lamentado enturbiar la dulzura de aquellos últimos momentos, abusando de esos goces.
Con su habitual complacencia, siguió el ejemplo de su marido. Los dos yacían desnudos, con los dedos entrelazados, mirando firmemente el oscuro cielo raso. La habitación estaba caldeada por la estufa y, en la noche silenciosa, no se escuchaba el tráfico callejero. Ni siquiera llegaba hasta ellos el fragor de los trenes y ómnibus de la estación. que se perdía en el parque, poblado de árboles frente a la ancha carretera que bordea el Palacio. Resultaba difícil pensar en la tensión existente en el barrio, donde las dos fracciones del ejército imperial se preparaban para la lucha.
Deleitándose en su propio calor, los jóvenes rememoraron en silencio los éxtasis recientes. Revivieron cada momento de la pasada experiencia, recordaron el gusto de los besos, nunca agotados, el contacto de la piel desnuda, tanta embriagante felicidad. Pero ya entonces, el rostro de la muerte acechaba, desde las vigas del techo. Aquellos habían sido los últimos placeres de  sus cuerpos y no los disfrutarían nunca más. Ambos pensaron que, aun cuando vivieran hasta una edad  avanzada, no volverían a disfrutar de un goce tan intenso.
También se desprenderían sus dedos entrelazados. Hasta los dibujos de las oscuras vetas de la madera, desaparecerían pronto. Era posible detectar el avance de la muerte. En aquel momento ya no cabían dudas: era menester tener el coraje necesario, salir al encuentro y atraparlo.
-Podemos prepararnos, dijo el teniente. La determinación que encerraban sus palabras era inconfundible, pero tampoco había habido nunca tan cálidas y tiernas inflexiones en su voz.
Varias tareas los aguardaban.
El teniente, que no había ayudado nunca  a guardar las camas, empujó la puerta corrediza del armario, alzó el colchón y lo depositó dentro de él.
 Apagó la estufa y la luz. En ausencia de él,  había aseado todo cuidadosamente, y ahora, aquella habitación  presentaba la apariencia de una lista para recibir a importantes invitados.
_Aquí bebieron nuestros amigos...
_Sí, eran todos grandes tomadores de vino.
_ Nos reuniremos pronto con ellos, en el otro mundo. Se burlarán de nosotros, cuando adviertan que te llevo conmigo.
Al bajar la escalera, se volvió para contemplar la limpia y tranquila habitación, iluminada por la araña. En su mente flotaba el recuerdo de los jóvenes oficiales, que allí habían bebido y bromeado inocentemente.
Nunca había imaginado, entonces, que en aquella habitación se abriría el estómago.
El matrimonio se ocupó despacio y con serenidad de sus respectivos preparativos, en las dos habitaciones de la planta baja. Él fue primero al baño.  Mientras tanto, ella doblaba y guardaba la bata acolchada de su marido, ordenaba la túnica del uniforme, los pantalones y un calzoncillo blanco recién cortado; disponía unas hojas de papel, sobre la mesa del comedor, para las notas de despedida. Luego, tomó la caja, que contenía los elementos para escribir, y comenzó a raspar la tableta para hacer tinta. Ya había decidido el contenido de su última misiva.
Sus dedos  apretaron fuertemente las frías letras doradas de la tableta y el agua del tintero se tiñó de inmediato, como si una oscura nube hubiera pasado sobre él.
Todo aquello no era sino una solemne preparación para la muerte. La rutina doméstica o una forma de pasar el tiempo, hasta que llegara el momento del enfrentamiento definitivo. Una inexplicable oscuridad brotaba del olor de la tinta, al espesarse.
El teniente salió del baño. Vestía el uniforme  sobre la piel. Sin pronunciar una palabra, tomó asiento frente a la mesa y, empuñando el pincel, permaneció indeciso frente al papel que tenía delante.
 Tomó el quimono de seda blanca y, a su vez, entró en el baño. Cuando apareció en la habitación, ligeramente maquillada, la misiva ya estaba terminada; la había colocado bajo la lámpara. Las gruesas pinceladas negras sólo decían: “¡Viva las Fuerzas Imperiales!
Observó, en silencio, los controlados movimientos con los cuales los dedos de su mujer manejaban el pincel.
Con sus respectivas esquelas en la mano – su espada ajustada sobre su costado y su pequeña daga  dentro de la faja de su quimono blanco, ambos permanecieron frente al santuario, rezando en silencio.
Luego, apagaron todas las luces de la planta baja. Mientras subían, él volvió la cabeza y observó la llamativa silueta de su mujer que, toda vestida de blanco y -con los ojos bajos- iba tras él.
Acomodaron las notas de despedida una junto a la otra en la alcoba de la planta alta. Por un momento pensaron en descolgar el pergamino, pero como había sido escrito por  el General O y consistía en dos caracteres chinos que significaban “Sinceridad”, lo dejaron donde estaba. Pensaron que, aunque se manchara de sangre, no se ofendería.
Shinji tomó asiento, de espaldas a la habitación y, muy erguido, colocó su espada frente a él.
Reiko se sentó, enfrentándolo, a un metro de distancia. El toque de pintura, en sus labios, parecía aún más seductor, sobre el severo fondo blanco.
Se miraron intensamente a los ojos a través de la distancia que los separaba. Su espada casi tocaba sus rodillas. Al verla,  recordó su primera noche de casada y se sintió abrumada de tristeza. Finalmente él habló con voz ronca:
_Como no voy a tener quien me ayude, me haré un corte profundo. Puedes que sea desagradable. Por favor, no te asustes. La muerte es algo horrible de presenciar, en cualquier circunstancia. No debes dejarte atemorizar: ¿Comprendes?
Ella asintió con una profunda inclinación de cabeza.
Al mirar la esbelta figura blanca de su mujer, experimentó una extraña excitación. Estaba por llevar a cabo un acto que requería toda su capacidad de soldado; algo que le exigía un resolución similar al coraje, que se necesita para entrar en combate. Sería una muerte no menos importante ni de menor calidad, que si hubiera acaecido en el frente de batalla.
Por unos instantes el pensamiento llevó al teniente a elaborar una rara fantasía. Una muerte solitaria, en el campo de lucha; una muerte frente a los ojos de su bella esposa.  Una dulzura sin límites lo invadió, al experimentar la sensación de  morir.
-Este debe ser el pináculo de la buena fortuna- pensó. El hecho de que aquellos magníficos ojos observaran cada minuto de su muerte equivalía a ser llevado al más allá, en alas de una brisa fragante y sutil.
Presentía en aquella circunstancia una suerte de merced especial, vedada a los demás,  dispensada sólo a él. El teniente creyó ver en su radiante esposa, ataviada como una novia, el compendio de todo lo amado, por lo cual iba ahora a entregar la vida. La Casa Imperial, la nación, la bandera del Ejército, todas ellas eran presencias que, como su esposa, lo observaban atentamente con ojos transparentes y firmes.
Reiko también  contemplaba a su marido, que tan pronto habría de morir, pensando que jamás había visto algo tan maravilloso en el mundo. El uniforme sentaba  al teniente, pero ahora, mientras enfrentaba la muerte -con cejas severas y labios firmemente apretados- irradiaba una esplendorosa belleza varonil.
_Es hora de partir, dijo el hombre, por fin.
Ella dobló su cuerpo hasta el suelo en una profunda reverencia. No podía alzar el rostro. No quería arruinar su maquillaje con las lágrimas, que le resultaban imposibles de contener.
Cuando finalmente alzó la mirada, vio confusamente a través de las lágrimas, que su marido había enroscado una venda blanca alrededor de su espada, ahora desenvainada. Sólo dejaba en la punta doce a quince centímetros de acero al desnudo.
Apoyando la espada en el tatami que tenía frente a él, se alzó sobre las rodillas, se sentó de nuevo con las piernas cruzadas y desabrochó el cuello del uniforme. Sus ojos no veían ya a su mujer; lentamente se desprendieron uno por uno los botones chatos de metal. Observó primero su pecho oscuro y luego su estómago. Desató el cinturón y se desabrochó los pantalones. Tomó el calzoncillo con ambas manos y lo tiró hacia abajo, para dejar más libre el estómago. Luego empuñó la espada con la venda blanca en su filo, mientras con la mano izquierda masajeó su abdomen. Conservaba la mirada baja.
Para verificar el filo, abrió la parte izquierda del pantalón, dejando parte del muslo a la vista  deslizando el filo sobre la piel. La sangre brotó de inmediato de la herida y varias gotas brillaron a la luz.
Era la primera vez que  veía la sangre de su marido y experimentó violentas palpitaciones en el pecho. Observó su rostro y vio que estudiaba con calma su propia sangre. Pese a que era un consuelo superficial,  sintió cierto alivio.
Los ojos del hombre se fijaron en ella con una mirada penetrante como la de un halcón. Ubicando la espada frente a él, se alzó sobre sus muslos e inclinó la parte superior del cuerpo sobre la punta de la espada. La excesiva tensión que presentaba la tela del uniforme indicaba a las claras que estaba reuniendo todas sus fuerzas. Se proponía asestar un profundo golpe en la parte izquierda del estómago y su grito agudo traspasó el silencio de la habitación.
Pese a su esfuerzo, tuvo la sensación de que era otro quien había golpeado su estómago, como con una gruesa  barra de hierro. Durante algunos segundos su cabeza giró vertiginosamente  y no recordó lo que había sucedido. Los doce o quince centímetros de punta desnuda habían desaparecido por completo en su carne y el vendaje blanco, sujeto con fuerza por su puño cerrado, presionaba directamente el estómago.
Recuperó la conciencia. Pensó que  el filo  había atravesado las paredes del abdomen. Su respiración era dificultosa; el pecho le palpitaba con violencia y en alguna zona remota, desligada de su persona, un dolor terrible e insoportable se alzaba en forma avasalladora, como si la tierra se abriera para vomitar un cauce de rocas hirviendo. El dolor se acercó -de repente- a una velocidad vertiginosa. Se mordió el labio inferior y sofocó un lamento instintivo.
-Es esto el seppuku, pensó. Experimentaba una sensación de caos total, como si el cielo se hubiera desplomado sobre él y todo el universo girara, como  efecto de una enorme borrachera. Su fuerza de voluntad y su coraje, que tan fuertes se manifestaran, antes de la incisión,  se habían reducido ahora a una fibra de acero, del grosor de un cabello.  Lo asaltó la incómoda sensación de  que tendría que avanzar, asido a esa fibra con toda su desesperación.
Algo humedecía su puño y, bajando la mirada, vio que tanto su mano como el paño que envolvía la hoja estaban empapados en sangre. También su calzoncillo estaba teñido de un rojo intenso. Le pareció increíble que, en medio de aquella agonía, las cosas visibles pudieran todavía ser vistas y las cosas existentes, existir.
Luchó por no correr al lado de su esposo al observa la mortal palidez que invadía sus rasgos, después de clavarse la espada. Sucediera lo que sucediera, su misión era la de observar: ser testigo. Tal era la obligación contraída con el hombre amado. Frente a ella, a un metro de distancia, podía ver como su marido se mordía los labios para ahogar el dolor. Reiko no contaba con ningún medio para rescatarlo.
La transpiración brillaba en su frente. Cerró los ojos para abrirlos de nuevo, como quien hace un experimento. Su mirada había perdido todo brillo y los suyos parecían los ojos inocentes y vacíos de un  pequeño animal.
La agonía que se desarrollaba frente a ella le quemaba como un implacable sol de verano, pero era algo totalmente alejado de la pena que parecía estar partiéndola en dos. El dolor crecía con regularidad.  Sentía que su marido se había convertido en un ser de un mundo aparte, en un hombre íntegramente disuelto en el dolor, en un prisionero en una jaula de sufrimiento, donde ninguna mano podía llegar. Pero no experimentaba ningún dolor. Su pena no era sufrimiento y, mientras pensaba, comenzó a sentir como si alguien hubiera levantado una cruel muralla de cristal entre ellos.
Desde su matrimonio, la existencia de su marido se había convertido en la suya propia y cada respiración parecía pertenecer a su mujer
En cambio, ahora, mientras la existencia de él en el dolor era una realidad viviente, ella no podía encontrar en su pena ninguna prueba concluyente de su propia existencia.
Usando sólo la mano derecha, él comenzó a cortarse el vientre de lado a lado. Pero a medida que la hoja se enredaba en las entrañas, era rechazada hacia fuera por la blanda resistencia que encontraba allí. Comprendió que sería menester usar ambas manos para mantener la punta profunda, hundida en su cuerpo. Tiró hacia un costado, aunque el corte no se produjo con la facilidad que esperaba. Concentró toda la energía de su cuerpo en la mano derecha y tiró de nuevo; el corte se agrandó de ocho a diez centímetros.
El dolor se extendió como una campana, que sonara en forma salvaje o como mil campanas, tocando al unísono con cada respiración y latido, estremeciendo todo su ser.
No podía contener los gemidos. La hoja ya se había abierto camino hasta lo bajo del ombligo. Al advertirlo, él sintió un renovado coraje.
El volumen de la sangre no había dejado de aumentar y ahora manaba de la herida causado por el latir del pulso. La estera estaba empapada en sangre, que seguía renovándose con aquella que chorreaba de los pliegues de su pantalón caqui. Una salpicadura, semejante a un ave, voló hacia ella y manchó la falda de su quimono de seda blanca.
Cuando pudo por fin desplazar la espada hacia el costado derecho, ésta ya cortaba superficialmente y era posible contemplar su punta desnuda, resbalosa de sangre y grasa. Atacado súbitamente por terribles vómitos, gritó roncamente. Los vómitos volvieron aún más horrendo el dolor, y el estómago, que hasta ese momento se había mantenido firme y compacto, explotó de repente, dejando que las entrañas reventaran por la herida abierta. Ignorantes del sufrimiento de su dueño, sus entrañas   causaban una impresión de salud y desagradable vitalidad, que las hacía escurrirse blandamente y desparramarse sobre la estera. La cabeza del hombre se abatió, sus hombros se estremecieron  y un fino hilo de saliva goteó de su boca. Las charreteras doradas brillaban a la luz. Todo estaba lleno de sangre. Él estaba empapado hasta las rodillas y ahora se sentaba en una posición encogida y desamparada, con una mano en el piso. Su cabeza colgaba en el vacío y su cuerpo se sacudía en interminables arcadas. La hoja de la espada, expulsada de sus entrañas, estaba totalmente expuesta y aún sostenida por su mano derecha.
Sería difícil imaginar una visión más heroica, reuniendo sus fuerzas y echando la cabeza hacia atrás. La violencia del movimiento hizo que su cabeza chocara contra uno de los pilares de la alcoba.
Hasta ese momento, había permanecido sentada con la mirada baja, como encandilada por el flujo de sangre que avanzaba hacia sus rodillas, pero el golpe la sorprendió y tuvo que alzar la vista.
Su rostro no era el de un hombre con vida. Los ojos estaban vacíos; la piel lívida; las mejillas y los labios tenían el color de la tierra seca. Sólo la mano derecha se movía, aún sosteniendo con trabajo la espada. Se agitó  con temblores en el aire, como la mano de un títere, y luchó por dirigir la punta de la espada hasta la base del cuello.
 Contempló  como su marido intentaba este último conmovedor y fútil esfuerzo. Brillando de sangre y de grasa, la punta se descargaba una y otra vez contra la garganta. Siempre fallaba. No le quedaban fuerzas para guiarla y sólo chocaba contras las insignias del cuello del uniforme, que se había cerrado de nuevo y protegía la garganta.
 No soportó aquella visión por más tiempo. Intentó ir en ayuda de su marido, pero le resultaba imposible ponerse de pie. Se arrastró de rodillas y su falda blanca se tiñó de un rojo intenso. Se ubicó detrás de su marido y lo ayudó, abriendo solamente el cuello del uniforme.  La hoja vacilante por fin contactó con la piel desnuda de su garganta. Tuvo la sensación de haber empujado a su marido hacia delante. No fue así. El teniente había dado una última demostración de fortaleza: echó su cuerpo con violencia contra la hoja y el filo perforó su cuello, apareciendo luego por la nuca.  Permaneció inmóvil, mientras un tremendo chorro de sangre lo inundaba todo.

                                              V
 Descendió con lentitud la escalera. Sus medias estaban resbalosas de sangre. En la habitación superior reinaba ahora la más absoluta calma.
Encendió las luces de la planta baja, verificó los quemadores y la llave principal del gas. Echó agua sobre el carbón humeante y casi apagado del brasero.
Se detuvo frente al espejo de la habitación de cuatro tatamis y alzó  con moderación su falda. Las manchas de sangre parecían un alegre dibujo estampado en la parte inferior de su kimono blanco. Al instalarse frente al espejo, sintió la fría humedad de la sangre de su marido en los muslos y tuvo un estremecimiento. Se entretuvo un rato en el baño. Aplicó una generosa capa de rubor sobre sus mejillas y también abundante pintura en los labios. Este maquillaje ya no estaba destinado a agradar a su marido. Había algo espectacular y magnífico en los toques de su pincel. Al levantarse, advirtió que la sangre había mojado la estera, dispuesta frente al espejo. No lo tuvo ya en cuenta.
La joven se detuvo, al pisar el corredor de cemento que llevaba a la galería. Su marido había cerrado el pestillo de la puerta, la noche anterior, en un acto de preparación para la muerte y -durante un instante- se sumió en la consideración de un simple problema. ¿Dejaría el cerrojo cerrado? De hacerlo así, podrían transcurrir varios días antes de que los vecinos advirtieran el suicidio.  No le agradó la idea de dos cadáveres descomponiéndose   antes de ser descubiertos. Después de todo, sería mejor dejar la puerta abierta. Abrió el cerrojo y dejó la puerta entreabierta de vidrios ligeramente escarchados. El viento helado se coló de inmediato en la habitación. Nadie pasaba por la calle; era medianoche y las estrellas resplandecían tan frías como el hielo.
Dejó la puerta entornada y subió las escaleras. Durante varios minutos caminó de un lado a otro. La sangre ya se había secado en sus medias. De pronto, un olor peculiar llegó hasta ella.
El teniente  yacía, boca abajo, en un mar de sangre. La punta de la espada, que sobresalía de su nuca, parecía haberse hecho más prominente aún. Ella anduvo con negligencia entre la sangre y se sentó al lado del cadáver de su marido: lo observó con atención; tenía la mejilla apoyada en la alfombra; los ojos estaban muy abiertos, como si algo hubiera despertado su atención. Alzó la cabeza, la apoyó sobre su manga y, limpiándole la sangre de los labios, lo besó por última vez.
Luego tomó del armario una manta blanca y un cordón. Para evitar que su falda se desordenara, envolvió la manta alrededor de su cintura y la sujetó  con firmeza con el cordón.
Se sentó muy cerca de él. Extrajo la daga de su faja, examinó el brillo opaco de la hoja y la acercó a su lengua. El gusto del acero bruñido era apenas dulce.
No perdió tiempo. Pensó que el dolor que la había separado de su marido moribundo iba a formar parte ahora de su propia experiencia. Sólo vislumbró ante sí el gozo de penetrar en un reino que su amado ya había hecho suyo.
Había percibido algo inexplicable en la fisonomía agonizante de él. Algo nuevo. Le sería dado, pues, resolver el enigma. Sintió que, por fin, también podría participar de la verdadera amarga dulzura del gran principio moral en el cual él había creído.
Empujó entonces la punta de la daga contra la base de su garganta. A con fuerza. La herida resultó poco profunda.
Le ardía la cabeza y sus manos temblaban de modo incontrolable. Forzó la hoja hacia un costado y una substancia caliente le inundó la boca. Todo se tiñó de rojo frente a sus ojos, como el fluir de un río de sangre. Reunió todas sus fuerzas y hundió aún más profunda la daga en su garganta.




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