PATRIOTISMO MISHIMA
El 28 de febrero de
1936, al tercer día del incidente del 26 del actual mes, el Teniente del Batallón de Transporte profundamente perturbado, al saber que sus colegas más próximos eran leales a
los amotinados e, indignado ante la inminente perspectiva del ataque de las
tropas contra el ejército imperial, tomó su espada de oficial y se
vació las entrañas, en la habitación de su casa, en la sexta manzana
del distrito de Y. Su esposa lo siguió, ultimándose de una puñalada. La
nota de despedida del teniente consistía en una sola frase: "¡Vivan
las Fuerzas Imperiales!" La de su esposa, luego de pedir perdón a sus
padres por precederles en el camino a la tumba, concluía: "Ha llegado el
día para la mujer de un soldado". Los últimos momentos de esta heroica y
abnegada pareja hubieran hecho llorar a los dioses. Es menester destacar que la
edad del teniente, era de treinta y un años y la de su esposa, de veintitrés.
Hacía sólo diez y ocho meses que se habían casado.
II
Quienes contemplaron
el retrato conmemorativo del novio y de la novia no dejaron de admirar -quizá
tanto como quienes habían asistido a la boda- el elegante porte de la pareja.
El teniente, de pie
junto a su esposa, lucía majestuoso en su uniforme militar. Su mano derecha
descansaba sobre el puño de la espada y, la mano izquierda, sostenía la gorra
de oficial. Su expresión severa traducía claramente la integridad de la
juventud. En cuanto a la belleza de la novia, envuelta en sus blancas
vestiduras, sería difícil encontrar las palabras adecuadas para describirla.
Había sensualidad y refinamiento en sus ojos, en las finas cejas y en sus
labios sensuales. Una mano, tímidamente asomada a la manga del vestido,
sostenía un abanico y las puntas de los dedos, agrupados delicadamente,
eran como el capullo de una flor de luna.
Luego de consumado el
suicidio, muchos tomaron la fotografía y se entregaron a tristes reflexiones
acerca de las maldiciones, que suelen recaer sobre las uniones sin tacha. Tal
vez fuera sólo el efecto de la imaginación pero, al observar el retrato,
parecía casi que los dos jóvenes, antes el biombo dorado, contemplaran con absoluta
claridad la muerte que los aguardaba
Gracias a los buenos
oficios del teniente general habían podido instalarse en su nuevo hogar. En
realidad aquel nuevo hogar no era sino una vieja casona alquilada de tres
dormitorios, con un pequeño jardín en el fondo. Instalaron el
dormitorio y la sala de recibo en la habitación del piso superior, pues
el resto de la casa no recibía la luz del sol. No tenían
sirvientes; ella cuidaba del hogar, en ausencia de su marido.
El viaje de bodas
quedó postergado, por coincidir con una época de emergencia nacional. El
teniente y su esposa pasaron la primera noche de casados en la vieja casa. Muy
tieso, sentado sobre el piso, con su espada frente a él, le hizo escuchar a su
esposa un discurso de corte militar, antes de llevarla al lecho nupcial. Una
mujer que contrajo matrimonio con un soldado, debía saber y aceptar sin
vacilaciones el hecho de que la muerte de su marido podía llegar en cualquier
momento. Quizás, al día siguiente, no importaba cuándo: ¿Estaba conforme con
aceptarlo? Se puso de pie y, abriendo la vitrina, tomó de ella su más
preciado bien, un puñal, regalo de su madre. Se comprendieron perfectamente,
sin necesidad de palabras y el teniente no pudo nunca más a prueba la
resolución de su mujer.
Durante los primero
meses que siguieron a la boda, su belleza se hizo cada día más
radiante. Brillaba, serena, como la luna después de la lluvia. Como ambos
estaban dotados de cuerpos sanos y vigorosos, su relación era apasionada y no
se limitaba a las horas de la noche. En más de una ocasión, al regresar a su
hogar, directamente del campo de maniobras, y aún con el uniforme salpicado de
barro, el teniente había poseído a su mujer en el suelo, apenas abierta la
puerta de la casa. Su mujer le correspondía con el mismo ardor. En
aproximadamente un mes, contando la noche de bodas, ella conoció la absoluta
felicidad y el teniente -al comprobarlo- se sintió también muy feliz.
El cuerpo de ella era
blanco y puro; de sus pechos turgentes emanaba un rechazo firme y casto que,
cuando gozaba, se mudaba en la más íntima y acogedora tibieza. Aun en los
momentos de mayor intimidad, se mantenían extraordinariamente serios.
Conservaban sus corazones sobrios y austeros, en medio de las más embriagadoras
demostraciones de pasión.
El teniente recordaba
a su mujer, durante el día, en los cortos períodos de descanso, entre su
entrenamiento y su retorno al hogar; ella no olvidaba a su marido, en ningún
momento. Cuando estaban separados, les bastaba con mirar solamente la
fotografía de su casamiento para ratificar una vez más su felicidad. A ella no
le sorprendía, en lo más mínimo, que un hombre que había sido un extraño hasta
algunos meses atrás, se hubiera convertido en el sol, alrededor del cual giraba
toda su vida y su mundo.
Esta relación tenía
una base moral y seguía fielmente, el mandato de los Principios de la Educación , en los que se
estipula que “la armonía reinará entre el marido y la mujer”. Reiko no encontró
jamás la ocasión de contradecir a su marido y el teniente no tuvo motivo alguno
para reñir a su mujer.
En el nicho, debajo de
la escalera, junto a la tablilla del Gran Santuario Ise, habían colocado
fotografías de sus Majestades Imperiales; cada mañana, antes de partir hacia
sus obligaciones, el teniente y su mujer se detenían frente a ese lugar
santificado y, juntos hacían en una profunda reverencia. La ofrenda de
agua se renovaba cada mañana y la rama sagrada de saski estaba siempre verde y
fresca. Sus vidas se deslizaban bajo la solemne protección de los dioses y
estaban colmadas de una felicidad intensa, que hacía vibrar cada fibra de su
cuerpo
III
Aun cuando la casa
se hallaba en la vecindad, nadie escuchó allí el tiroteo por la mañana
del 26 de febrero. Aquel fue un ruidoso toque de atención, en el amanecer
nevado, que interrumpió bruscamente el sueño del teniente. Saltó inmediatamente
de la cama y, sin pronunciar palabra, vistió el uniforme, se ajustó la espada
que le tendía su mujer, y se precipitó hacia la calle, cubierta de nieve, en el
oscuro amanecer. No regresó a su hogar hasta la noche del día veintiocho.
Algo más tarde, ella
escuchó por radio las noticias sobre aquella súbita erupción de violencia.
Vivió los dos días siguientes en completa y tranquila soledad, tras la puerta
cerrada.
Ella leyó la
presencia de la muerte, en el rostro de su marido, al marcharse a toda prisa
bajo la nieve. Si él no regresaba, su propia decisión era también muy firme:
moriría con él.
Se dedicó, entonces, a
ordenar sus pertenencias personales. Eligió sus mejores conjuntos de quimonos
-como recuerdo para sus amigas de colegio- y escribió un nombre y una
dirección, sobre el rígido papel.
Como su marido le
recordaba constantemente que no debía pensar en el mañana, ni
siquiera había escrito un diario y se encontraba ahora, en la imposibilidad de
releer lo pasajes, en los cuales hubiera dado testimonio de su felicidad. Sobre
la radio se destacaban un perrito de porcelana, un conejo, una ardilla, un oso
y un zorro. Tampoco faltaba allí un jarrón. Estos objetos constituían su
única colección . Sin embargo, de nada serviría regalarlos, como recuerdos.
Tampoco sería apropiado pedir específicamente que fueran incluidos en el ataúd.
Mientras estos objetos desfilaban por su mente, tuvo la sensación de que los
pequeños animales parecían cada vez más tristes y desamparados.
Tomó la ardilla en su
mano y la observó. Fue entonces cuando, con sus pensamientos puestos en un
reino mucho más alejado que estos afectos infantiles, vio en la lontananza el
sol, que personificaba a su marido. Estaba pronta y feliz de terminar sus
días en compañía de aquel hombre deslumbrante, pero en ese momento de soledad
se permitió regocijarse con el inocente afecto por aquellas bagatelas. Ya había
pasado el tiempo en que realmente las había amado. Ahora solamente
acariciaba su recuerdo y el lugar que ocuparan en su corazón se había colmado
definitivamente con pasiones más intensas.
Ella jamás había
supuesto que las turbadoras emociones de la carne fueran sólo un placer. La
baja temperatura de febrero y el contacto con la gélida porcelana de la ardilla
habían entumecido sus dedos. Sin embargo, bajo los dibujos simétricos de su
acicalado quimono podía sentir, cuando recordaba los poderosos brazos del
teniente, una cálida humedad que -desde su piel- desafiaba el frío.
No experimentaba
absolutamente ningún temor por la muerte rondando próxima. Mientras
esperaba sola, en su casa, no dudaba en que la angustia y la congoja que
estaría experimentando su marido en aquellos momentos la llevarían a una, con
tanta certeza como su intensa pasión, a una muerte agradable. Sentía
profundamente que su cuerpo podría disolverse con facilidad y convertirse en
uno, con el pensamiento de su marido.
A través de los
noticieros radiales, escuchó los nombres de varios colegas de su marido,
mencionados entre lo insurgentes. Estas eran noticias de muerte. Se preguntaba
con ansiedad, a medida que la situación se hacía más difícil, porqué no se
emitía una orden Imperial. El movimiento, que en un principio había parecido
ser un intento de restaurar el honor nacional, se había convertido gradualmente
en un motín infame. El regimiento no había dado ningún comunicado y se
suponía que, en cualquier momento, podría comenzar la lucha en las calles aún
cubiertas de nieve.
El veintiocho, a la
caída del sol, furiosos golpes estremecieron a Reiko. Bajó precipitadamente las
escaleras y, mientras con dedos inexpertos tiraba del pasador, la silueta
apenas delineada tras los vidrios cubiertos de escarcha, no emitía sonido alguno.
Sin embargo, no dudó de la presencia de su marido. Nunca antes había tenido
tanta dificultad en abrir la puerta. Cuando finalmente pudo lograrlo, se
encontró frente al teniente, enfundado en un capote color kaki y con las botas
de campaña salpicadas de barro.
Su mujer no comprendió
por qué él cerró la puerta y corrió nuevamente el pasador.
-Bienvenido a casa-.
La joven ejecutó una profunda reverencia a la cual su marido no respondió. Se
había quitado la espada y comenzaba a desembarazarse del capote. Ella quiso
ayudarlo. El saco, que estaba frío y húmedo y había perdido el olor a estiércol
que tenía normalmente, cuando se lo exponía al sol, le pesaba en el brazo. Lo
colgó de una percha y sosteniendo la espada y el cinturón de cuero entre sus
mangas, esperó a que su marido se quitara las botas. Luego lo siguió hasta la
sala de la habitación.
Bajo la clara luz de
la lámpara, el rostro barbudo y agotado de su marido era casi irreconocible.
Las mejillas hundidas habían perdido su brillo y su elasticidad. En circunstancias
normales hubiera cambiado su ropa por otra de entre casa y la hubiera urgido a
servir la comida de inmediato. En cambio, aquella noche se sentó frente a la
mesa, vistiendo el uniforme y con la cabeza hundida sobre el pecho.
Reiko se abstuvo de
preguntar si debía preparar la comida.
_Yo no sabía
nada- dijo el hombre, al cabo de un silencio. -No me pidieron que me uniera a
ellos. Quizá no lo hicieron al saberme recién casado. y también evocó los
rostros de los alegres oficiales jóvenes, amigos de su marido, que habían
concurrido a aquella casa en calidad de invitados.
_Quizá mañana se
publique una Ordenanza Imperial. Supongo que serán juzgados como rebeldes.
Estaré a cargo de la unidad con órdenes de atacarlos. No puedo hacerlo.
Sería simplemente imposible;- guardó silencio.
_Me han dispensado de
las guardias y estoy autorizado para volver a casa por una noche. Mañana, a
primera hora, deberé unirme al ataque sin proferir una réplica. No puedo
hacerlo,
Ella estaba sentada,
muy tiesa, con los ojos bajos. Comprendía muy claramente que su marido hablaba
en términos de muerte. El teniente estaba resuelto y, aún cuando todavía
planteaba el dilema, en su mente, ya no cabían las vacilaciones.
Sin embargo, en el
silencio que se estableció entre ambos, todo quedó en claro con la misma
transparencia de un cauce de agua alimentado por el deshielo.
Ya en su casa, después
de la larga prueba de dos días y contemplando el rostro de su hermosa mujer, el
teniente experimentó por primera vez una verdadera paz interior. Había
intuido de inmediato que su mujer conocía la resolución que ocultaban sus
palabras.
_Bien, entonces (el
teniente abrió, grandes los ojos; pese al cansancio, su mirada era fuerte y
transparente y no la apartó de su esposa) esta noche me abriré el estómago.
Reiko no vaciló.
_Estoy preparada,
dijo: permíteme acompañarte_.
El teniente se sintió
casi hipnotizado por la mirada implorante de mujer. Sus palabras comenzaron a
fluir fácilmente, como expresadas en delirio. Otorgó su aprobación a aquella empresa
vital, en una forma descuidada y negligente, que parecía escapar a su
entendimiento.
_Bien. Nos iremos
juntos. Pero, antes, quiero que seas testigo de mi muerte_.
Ya de acuerdo, sus
corazones se vieron inundados por una repentina felicidad. Reiko estaba
profundamente conmovida por la confianza que depositaba en ella su marido. Era
vital para el teniente que no se cometieran irregularidades en su muerte. Por
esta razón era necesario un testigo. Y el haber elegido para tal fin a su
mujer, demostraba una profunda y absoluta confianza. En segundo lugar, y eso
era aún más importante, aunque había rogado a Reiko que muriera con él,
ni siquiera intentaba ultimar a su esposa primero, sino que dejaba aquel
momento librado al criterio de ella, para cuando él ya no estuviera allí,
verificándolo todo. Si el teniente hubiera abrigado la menor sospecha,
cumpliendo el pacto de los suicidas, la habría ultimado en primer término.
Cuando su mujer le
dijo: ¿Me permites acompañarte?, el teniente comprendió con estas palabras
el fruto de las enseñanzas impartidas, desde la noche del casamiento. La había
educado en forma tal que, llegado el momento, respondía en los exactos términos
que correspondían. Era éste un halago a la confianza en sí mismo. No era
ni tan romántico ni tan presuntuoso como para creer que esas palabras eran
dichas espontáneamente, sólo por amor.
Sus corazones estaban
tan inundados de felicidad, que no podían dejar de sonreír. Su mujer se sentía
de nuevo en su noche de bodas. Ante sus ojos no existían ni el dolor ni la
muerte. Sólo creía ver un ilimitado espacio abierto hacia vastos horizontes.
_El agua está
caliente. Ahora te darás un baño.
_Sí, por supuesto.
_ ¿Y la comida?
Las palabras fueron
pronunciadas en un tono tan tranquilo y doméstico que, por una fracción de
segundo, el teniente creyó haber sido juguete de una alucinación.
_ No creo que sea
necesario. ¿Podrías calentar un poco de sake?
_Como quieras.
Ella se levantó y al
tomar del ropero un vestido para después del baño, atrajo deliberadamente
la atención de su marido sobre los cajones vacíos. El teniente observó el
interior del mueble. Leyó las direcciones sobre los regalos recordatorios. No
hubo pena en él, frente a la heroica determinación de ella. Como un marido a
quien su joven esposa enseña con orgullo sus compras pueriles, el teniente,
inundado de afecto, abrazó a su mujer por la espalda y la besó en el
cuello.
Ella sintió la
aspereza de aquel rostro sin afeitar. Esta sensación encerraba para ella toda
la alegría del mundo, y ahora –sintiendo que iba a perderla para siempre-
percibía una frescura más allá de toda experiencia. Cada momento parecía
contener una infinita fuerza vital. Los sentidos se despertaron en todo su
cuerpo. Aceptando las caricias de él Reiko se alzó sobre la punta de sus pies y
dejó que aquella vitalidad atravesara todo su cuerpo.
_Primero el baño y
luego, después de tomar sake. Prepara las camas arriba, ¿quieres?
El teniente susurró
algo en el oído de su mujer y ella asintió silenciosamente.
El teniente se quitó
con apuro el uniforme y se dirigió al baño. Al escuchar el suave ruido del
agua, llevó el brasero de carbón hasta la sala y comenzó a calentar la bebida.
Tomó la bata, una faja
y su ropa interior. Se dirigió al baño para controlar el calor del agua. En
medio de una nube de vapor, él se afeitaba con las piernas cruzadas en el
suelo. Ella pudo distinguir los músculos de su fuerte espalda húmeda, que
respondían a los movimientos de los brazos.
Nada sugería algún
acontecimiento anormal. Reiko se ocupaba diligentemente de sus tareas y
preparaba platos improvisados. Sus manos no temblaban y se mostraba más
eficiente y desenvuelta que de costumbre. De tanto en tanto, sentía extrañas
palpitaciones en el centro del pecho, pero eran como luces distantes. Tenían un
momento de gran intensidad y luego se desvanecían, sin dejar huellas. Omitiendo
esto, no parecía ocurrir nada fuera de lo habitual.
Mientras se afeitaba
en el baño, él sintió que su cuerpo tibio se libraba por milagro de la
desesperada fatiga de aquellos días de incertidumbre y se llenaba de una
agradable expectativa, pese a la muerte que lo aguardaba. Podía oír vagamente
los ruidos habituales con los cuales su mujer cumplía los quehaceres y un deseo
físico, postergado durante dos días, se presentó nuevamente.
El teniente confiaba
en que no había habido impureza en ese deseo, experimentado, mientras resolvían
morir. Ambos habían sentido en aquel momento, aun cuando no de un modo claro y
consciente, que esos placeres permisibles estaban de nuevo bajo la protección
del Bien y del Poder Divino. Los protegía una moralidad total e
intachable. Al mirarse a los ojos y descubrir en su interior una muerte
honorable, estaban de nuevo a salvo, tras las paredes de acero, que nadie puede
destruir, enfundados en la impenetrable coraza de la
Belleza y la Verdad. Él
podía entonces considerar su patriotismo y las urgencias de su carne como parte
de un todo.
Acercó aún más la cara
al oscuro y agrietado espejo de pared y se afeitó con cuidado. Aquel era
el rostro que presentaría en la muerte y era importante que no tuviera
imperfecciones. Sus mejillas recién afeitadas irradiaban -de nuevo- el brillo
de la juventud y parecían iluminar la opacidad del espejo. Sintió que había
cierta elegancia en la asociación de la muerte con aquella cara sana y
radiante.
Sería su rostro de
difunto. En realidad ya había dejado a medias de pertenecerle, para convertirse
en el busto de un soldado muerto. A título de experimento, cerró con
fuerza los ojos y todo quedó envuelto en la oscuridad. Ya no era una criatura
viva. Al salir del baño, con un tenue reflejo azulado, bajo la tersa piel de
las mejillas, se sentó junto al brasero de carbón. Advirtió que, pese a
hallarse ocupada, Reiko había encontrado el tiempo necesario para retocar su
cara. Su rostro estaba fresco y sus labios húmedos. Era imposible encontrar en
ella el menor rastro de tristeza y, al observar aquella demostración de la
personalidad apasionada de su mujer, pensó que había elegido a la esposa que
correspondía.
Tan pronto como hubo
vaciado su taza, se la ofreció a ella, quien nunca lo había probado. La joven
bebió un sorbo, tímidamente.
_Ven aquí- dijo el
teniente.
Ella se acercó a su
marido y mientras él la abrazaba se sintió profundamente conmovida, como si la
tristeza, la alegría y el poderoso sake se mezclaran dentro de ella.
Él contempló las
facciones de su esposa. Era el último rostro que vería en este mundo. Lo
estudió minuciosamente con los ojos de un viajero despidiéndose de espléndidos
paisajes.
Reiko tenía una cara
de rasgos regulares y labios suaves. El teniente no se cansaba de
contemplarla: la besó en la boca. Y de repente, sin que se alterara su belleza
por el llanto, las lágrimas comenzaron a brotar con lentitud, bajo las largas
pestañas y corrieron -como hilos brillantes- por sus mejillas.
Luego, él quiso subir
al dormitorio, pero ella le suplicó que le diera tiempo a tomar su baño. Él
subió, pues, solo, y se acostó con los brazos y piernas abiertas en la
habitación entibiada por la estufa de gas. Incluso el tiempo que transcurrió,
esperando a su mujer, no fue más largo de lo habitual.
Colocó las manos bajo
la cabeza y observó las vigas del techo. ¿Esperando la muerte? ¿Un salvaje
éxtasis de los sentidos? Ambas cosa parecían sobreponerse, como si el objeto
del deseo físico fuera la muerte misma.
Nunca había gozado de
una sensación de libertad tan absoluta.
Un coche frenó y pudo
escuchar el chirrido de las ruedas, patinando sobre la nieve, apilada en los
bordes de la calle. La bocina repercutió en las paredes cercanas. Al percibir
esos ruidos él pensó que aquella casa se levantaba como una isla solitaria, en
el océano de una sociedad ocupada sin cansancio, en los mismos asuntos de
siempre. A su alrededor se extendía en desorden el país, por el cual estaba
sufriendo y dispuesto a dar la vida. No sabía ni le importaba si aquella gran
nación reconocería su sacrificio. En su campo de batalla no existía la gloria:
era la trinchera del espíritu.
Los pasos de su mujer
resonaron en la escalera. Crujían los empinados escalones de la antigua morada
y estos sonidos lo inundaron de gratos recuerdos. En cuántas ocasiones los
había escuchado desde la cama. Al reflexionar en que ya no volvería a
percibirlos, se concentró en ellos, tratando de que cada rincón de aquel tiempo
precioso se colmara con el ruido de las suaves pisadas, en la vieja escalera.
Tales instantes parecieron transformarse en joyas rutilantes de luz interior.
Reiko tenía una faja
sobre la bata y su color estaba atenuado por la media luz. Él quiso
asirla, pero la mano de ella corrió en su ayuda: la faja cayó al suelo.
Ella estaba de pie
frente a él. El hombre hundió las manos en las aberturas laterales bajo las
mangas y la abrazó intensamente. El roce de sus dedos sobre la piel desnuda y
sentir que las axilas se cerraban con suavidad sobre sus manos, encendió aún
más su pasión y, pocos instantes más tarde, ambos yacían desnudos, frente al
brillante fuego de la estufa.
No pronunciaron
palabra alguna, pero sus cuerpos y sus corazones se inflamaron al saber que
aquél era su último encuentro. Era como si las palabras “Última Vez” hubieran
sido estampadas con pinceladas invisibles, sobre cada centímetro de sus
cuerpos. Atrajo a su mujer y la besó con vehemencia. Sus lenguas exploraron las
bocas, adentrándose en su interior -suave y húmedo- y fue como si las aún
desconocidas agonías de la muerte templaran sus sentidos como el acero al rojo
vivo. Los lejanos dolores finales habían refinado su percepción amorosa.
_ Es la última vez que
voy a verte, murmuró. Déjame mirar y tomando la lámpara en una mano, dirigió un
haz de luz sobre el cuerpo extendido de su mujer.
Ella había cerrado los
ojos. La luz de la lámpara destacaba la majestuosidad de su carne blanca. El
teniente, con un dejo de egocentrismo, se alegró pensando en que jamás vería aquella
belleza derrumbarse frente a la muerte.
Contempló sin apuro
aquel inolvidable espectáculo. Acariciaba la sedosa cabellera, palmeaba
suavemente el bello rostro y besaba todos los puntos, donde se detenía su
mirada. La frente alta tenía una serena frescura; los ojos cerrados se orlaban
de largas pestañas; bajo las cejas, finamente dibujadas, y el brillo de los
dientes se entreveía los labios llenos. Todo ello configuraba en la mente
de él la visión de una máscara mortuoria radiante y una y otra vez apretó sus
labios contra la blanca garganta, donde la mano de Reiko no tardaría en
descargar su certero golpe. El cuello enrojeció bajo sus besos y volviendo
suavemente a los labios de su amada, apoyó su boca sobre ellos, como el
fluctuante movimiento de un pequeño bote. Cerró los ojos; el mundo se convertía
así en una mecedora.
Su boca seguía
fielmente el recorrido de sus ojos. Los pechos altos y turgentes, terminados
como capullos de cerezo silvestre, se endurecían al contacto de sus labios. Los
brazos emergían mansamente a ambos lados, afinándose hacia las muñecas, pero
sin perder su redondez ni su simetría. Los dedos delicados eran aquellos que
habían sostenido el abanico, durante la ceremonia nupcial. A medida que los
besaba, se retraían, como avergonzados. El hueco natural, que se curva entre el
pecho y el estómago, tenía en sus líneas no sólo la sugestión de la tersura,
sino la fuerza de la elasticidad y anunciaba las ricas curvas, que se extendían
hasta las caderas. La riqueza y la blancura del vientre y las caderas eran como
la leche contenida en un amplio recipiente. El hoyo sombreado del ombligo podía
haber sido la huella de una gota de agua recién caída allí. Donde las sombras
se hacían más intensas, el vello crecía apretado, dulce y sensible y, a medida
que la excitación aumentaba en aquel cuerpo, que ya había dejado de mostrarse
pasivo, un aroma de flores ardientes se hacía cada vez más penetrante.
Ella habló, por fin,
con voz trémula:
_Muéstrame, déjame
mirar por última vez.
El teniente no había
escuchado nunca de labios de su mujer un pedido tan firme y definido. Era como
si su modestia ya no pudiera ocultar algo que, ahora, se libraba de las trabas
que la oprimían. Él se recostó sumiso para someterse a los requerimientos de su
mujer. Ella alzó su cuerpo blanco y tembloroso y ardiendo en un inocente
deseo de devolverle todo cuanto había hecho con ella, puso sus blancos dedos
sobre los ojos de su marido y los cerró con suavidad.
De repente, inundada
de ternura, con las mejillas encendidas por el vértigo de la emoción,
abrazó la cabeza rapada y el pelo afeitado lastimó su pecho. Aflojando el
abrazo contempló luego el rostro varonil de su marido. Las cejas severas, los
ojos cerrados, el espléndido puente de la nariz, los labios firmes y bien dibujados.
Lo besó; se detuvo en la ancha base del cuello, en los hombros fuertes y
erguidos, en el pecho poderoso con sus círculos gemelos, semejantes a escudos
de ásperos pezones. Un olor dulce y melancólico se desprendía de las
axilas profundas, sombreadas por la carne abundante del pecho y de los hombros.
En cierto modo, la esencia de la muerte joven estaba contenida en aquella
dulzura. Su piel desnuda relucía como un campo de cebada y podía observar
los músculos en relieve, convergiendo sobre el abdomen, alrededor del ombligo,
pequeño y modesto. Al mirar el estómago firme y joven, cubierto por un vello
vigoroso, pensó que pronto iba a ser cruelmente lacerado por la espada y,
reclinando la cabeza, rompió en sollozos y lo cubrió de besos.
Al sentir las lágrimas
de su mujer, él se sintió capaz de afrontar con valor las más crueles
agonías del suicidio.
Resulta fácil imaginar
a qué éxtasis llegaron después de aquellos tiernos intercambios. El teniente se
incorporó y rodeó con un potente abrazo a su mujer, cuyo cuerpo estaba
exhausto, luego de tantas lágrimas y aflicciones. Juntaron sus caras
apasionadamente, restregando las mejillas. El cuerpo de ella temblaba. Sus
pechos húmedos estaban con fuerza apretados y cada milímetro de aquellos
cuerpos jóvenes y espléndidos se había compenetrado tanto con el otro, que
parecía imposible separarlos jamás. Ella gritó. Desde las alturas
se sumergieron en el abismo y, de allí, una vez más hasta embriagantes alturas.
Él jadeaba como el portador de un estandarte. Al terminarse un ciclo, surgía de
inmediato una nueva ola de placer y, juntos, sin muestras de fatiga, se
elevaron de nuevo hasta la cima misma de un nuevo movimiento jadeante.
IV
Cuando él se volvió
finalmente no fue por cansancio. No quería agotar la considerable fuerza física
que necesitaría para llevar a cabo su suicidio. Además, hubiera lamentado
enturbiar la dulzura de aquellos últimos momentos, abusando de esos goces.
Con su habitual
complacencia, siguió el ejemplo de su marido. Los dos yacían desnudos, con los
dedos entrelazados, mirando firmemente el oscuro cielo raso. La habitación
estaba caldeada por la estufa y, en la noche silenciosa, no se escuchaba el
tráfico callejero. Ni siquiera llegaba hasta ellos el fragor de los trenes y
ómnibus de la estación. que se perdía en el parque, poblado de árboles frente a
la ancha carretera que bordea el Palacio. Resultaba difícil pensar en la
tensión existente en el barrio, donde las dos fracciones del ejército imperial
se preparaban para la lucha.
Deleitándose en su
propio calor, los jóvenes rememoraron en silencio los éxtasis recientes.
Revivieron cada momento de la pasada experiencia, recordaron el gusto de los
besos, nunca agotados, el contacto de la piel desnuda, tanta embriagante
felicidad. Pero ya entonces, el rostro de la muerte acechaba, desde las vigas
del techo. Aquellos habían sido los últimos placeres de sus cuerpos y no
los disfrutarían nunca más. Ambos pensaron que, aun cuando vivieran hasta una
edad avanzada, no volverían a disfrutar de un goce tan intenso.
También se
desprenderían sus dedos entrelazados. Hasta los dibujos de las oscuras vetas de
la madera, desaparecerían pronto. Era posible detectar el avance de la muerte.
En aquel momento ya no cabían dudas: era menester tener el coraje necesario,
salir al encuentro y atraparlo.
-Podemos prepararnos,
dijo el teniente. La determinación que encerraban sus palabras era
inconfundible, pero tampoco había habido nunca tan cálidas y tiernas
inflexiones en su voz.
Varias tareas los
aguardaban.
El teniente, que no
había ayudado nunca a guardar las camas, empujó la puerta corrediza del
armario, alzó el colchón y lo depositó dentro de él.
Apagó la estufa
y la luz. En ausencia de él, había aseado todo cuidadosamente, y ahora,
aquella habitación presentaba la apariencia de una lista para recibir a
importantes invitados.
_Aquí bebieron
nuestros amigos...
_Sí, eran todos
grandes tomadores de vino.
_ Nos reuniremos
pronto con ellos, en el otro mundo. Se burlarán de nosotros, cuando adviertan
que te llevo conmigo.
Al bajar la escalera,
se volvió para contemplar la limpia y tranquila habitación, iluminada por la
araña. En su mente flotaba el recuerdo de los jóvenes oficiales, que allí
habían bebido y bromeado inocentemente.
Nunca había imaginado,
entonces, que en aquella habitación se abriría el estómago.
El matrimonio se ocupó
despacio y con serenidad de sus respectivos preparativos, en las dos
habitaciones de la planta baja. Él fue primero al baño. Mientras tanto,
ella doblaba y guardaba la bata acolchada de su marido, ordenaba la túnica del
uniforme, los pantalones y un calzoncillo blanco recién cortado; disponía unas
hojas de papel, sobre la mesa del comedor, para las notas de despedida. Luego,
tomó la caja, que contenía los elementos para escribir, y comenzó a raspar la
tableta para hacer tinta. Ya había decidido el contenido de su última misiva.
Sus dedos
apretaron fuertemente las frías letras doradas de la tableta y el agua
del tintero se tiñó de inmediato, como si una oscura nube hubiera pasado sobre
él.
Todo aquello no era
sino una solemne preparación para la muerte. La rutina doméstica o una forma de
pasar el tiempo, hasta que llegara el momento del enfrentamiento definitivo.
Una inexplicable oscuridad brotaba del olor de la tinta, al espesarse.
El teniente salió del
baño. Vestía el uniforme sobre la piel. Sin pronunciar una palabra, tomó
asiento frente a la mesa y, empuñando el pincel, permaneció indeciso frente al
papel que tenía delante.
Tomó el quimono
de seda blanca y, a su vez, entró en el baño. Cuando apareció en la habitación,
ligeramente maquillada, la misiva ya estaba terminada; la había colocado bajo
la lámpara. Las gruesas pinceladas negras sólo decían: “¡Viva las Fuerzas
Imperiales!
Observó, en silencio,
los controlados movimientos con los cuales los dedos de su mujer manejaban el
pincel.
Con sus respectivas
esquelas en la mano – su espada ajustada sobre su costado y su pequeña daga
dentro de la faja de su quimono blanco, ambos permanecieron frente al santuario,
rezando en silencio.
Luego, apagaron todas
las luces de la planta baja. Mientras subían, él volvió la cabeza y observó la
llamativa silueta de su mujer que, toda vestida de blanco y -con los ojos
bajos- iba tras él.
Acomodaron las notas
de despedida una junto a la otra en la alcoba de la planta alta. Por un momento
pensaron en descolgar el pergamino, pero como había sido escrito por el
General O y consistía en dos caracteres chinos que significaban “Sinceridad”,
lo dejaron donde estaba. Pensaron que, aunque se manchara de sangre, no se
ofendería.
Shinji tomó asiento,
de espaldas a la habitación y, muy erguido, colocó su espada frente a él.
Reiko se sentó,
enfrentándolo, a un metro de distancia. El toque de pintura, en sus labios,
parecía aún más seductor, sobre el severo fondo blanco.
Se miraron
intensamente a los ojos a través de la distancia que los separaba. Su espada
casi tocaba sus rodillas. Al verla, recordó su primera noche de casada y
se sintió abrumada de tristeza. Finalmente él habló con voz ronca:
_Como no voy a tener
quien me ayude, me haré un corte profundo. Puedes que sea desagradable. Por
favor, no te asustes. La muerte es algo horrible de presenciar, en cualquier
circunstancia. No debes dejarte atemorizar: ¿Comprendes?
Ella asintió con una
profunda inclinación de cabeza.
Al mirar la esbelta
figura blanca de su mujer, experimentó una extraña excitación. Estaba por
llevar a cabo un acto que requería toda su capacidad de soldado; algo que le
exigía un resolución similar al coraje, que se necesita para entrar en combate.
Sería una muerte no menos importante ni de menor calidad, que si hubiera
acaecido en el frente de batalla.
Por unos instantes el
pensamiento llevó al teniente a elaborar una rara fantasía. Una muerte
solitaria, en el campo de lucha; una muerte frente a los ojos de su bella
esposa. Una dulzura sin límites lo invadió, al experimentar la sensación
de morir.
-Este debe ser el
pináculo de la buena fortuna- pensó. El hecho de que aquellos magníficos ojos
observaran cada minuto de su muerte equivalía a ser llevado al más allá, en
alas de una brisa fragante y sutil.
Presentía en aquella
circunstancia una suerte de merced especial, vedada a los demás,
dispensada sólo a él. El teniente creyó ver en su radiante esposa, ataviada
como una novia, el compendio de todo lo amado, por lo cual iba ahora a entregar
la vida. La Casa Imperial, la
nación, la bandera del Ejército, todas ellas eran presencias que, como su
esposa, lo observaban atentamente con ojos transparentes y firmes.
Reiko también
contemplaba a su marido, que tan pronto habría de morir, pensando que jamás
había visto algo tan maravilloso en el mundo. El uniforme sentaba al
teniente, pero ahora, mientras enfrentaba la muerte -con cejas severas y labios
firmemente apretados- irradiaba una esplendorosa belleza varonil.
_Es hora de partir,
dijo el hombre, por fin.
Ella dobló su cuerpo
hasta el suelo en una profunda reverencia. No podía alzar el rostro. No quería
arruinar su maquillaje con las lágrimas, que le resultaban imposibles de
contener.
Cuando finalmente alzó
la mirada, vio confusamente a través de las lágrimas, que su marido había
enroscado una venda blanca alrededor de su espada, ahora desenvainada. Sólo
dejaba en la punta doce a quince centímetros de acero al desnudo.
Apoyando la espada en
el tatami que tenía frente a él, se alzó sobre las rodillas, se sentó de nuevo
con las piernas cruzadas y desabrochó el cuello del uniforme. Sus ojos no veían
ya a su mujer; lentamente se desprendieron uno por uno los botones chatos de metal.
Observó primero su pecho oscuro y luego su estómago. Desató el cinturón y se
desabrochó los pantalones. Tomó el calzoncillo con ambas manos y lo tiró hacia
abajo, para dejar más libre el estómago. Luego empuñó la espada con la venda
blanca en su filo, mientras con la mano izquierda masajeó su abdomen.
Conservaba la mirada baja.
Para verificar el
filo, abrió la parte izquierda del pantalón, dejando parte del muslo a la
vista deslizando el filo sobre la piel. La sangre brotó de inmediato de
la herida y varias gotas brillaron a la luz.
Era la primera vez que
veía la sangre de su marido y experimentó violentas palpitaciones en el
pecho. Observó su rostro y vio que estudiaba con calma su propia sangre. Pese a
que era un consuelo superficial, sintió cierto alivio.
Los ojos del hombre se
fijaron en ella con una mirada penetrante como la de un halcón. Ubicando la
espada frente a él, se alzó sobre sus muslos e inclinó la parte superior del
cuerpo sobre la punta de la espada. La excesiva tensión que presentaba la tela
del uniforme indicaba a las claras que estaba reuniendo todas sus fuerzas. Se
proponía asestar un profundo golpe en la parte izquierda del estómago y su
grito agudo traspasó el silencio de la habitación.
Pese a su esfuerzo,
tuvo la sensación de que era otro quien había golpeado su estómago, como con
una gruesa barra de hierro. Durante algunos segundos su cabeza giró
vertiginosamente y no recordó lo que había sucedido. Los doce o quince
centímetros de punta desnuda habían desaparecido por completo en su carne y el
vendaje blanco, sujeto con fuerza por su puño cerrado, presionaba directamente
el estómago.
Recuperó la
conciencia. Pensó que el filo había atravesado las paredes del
abdomen. Su respiración era dificultosa; el pecho le palpitaba con violencia y
en alguna zona remota, desligada de su persona, un dolor terrible e
insoportable se alzaba en forma avasalladora, como si la tierra se abriera para
vomitar un cauce de rocas hirviendo. El dolor se acercó -de repente- a una
velocidad vertiginosa. Se mordió el labio inferior y sofocó un lamento
instintivo.
-Es esto el seppuku,
pensó. Experimentaba una sensación de caos total, como si el cielo se hubiera
desplomado sobre él y todo el universo girara, como efecto de una enorme
borrachera. Su fuerza de voluntad y su coraje, que tan fuertes se manifestaran,
antes de la incisión, se habían reducido ahora a una fibra de acero, del
grosor de un cabello. Lo asaltó la incómoda sensación de que
tendría que avanzar, asido a esa fibra con toda su desesperación.
Algo humedecía su puño
y, bajando la mirada, vio que tanto su mano como el paño que envolvía la hoja
estaban empapados en sangre. También su calzoncillo estaba teñido de un rojo
intenso. Le pareció increíble que, en medio de aquella agonía, las cosas visibles
pudieran todavía ser vistas y las cosas existentes, existir.
Luchó por no correr al
lado de su esposo al observa la mortal palidez que invadía sus rasgos, después
de clavarse la espada. Sucediera lo que sucediera, su misión era la de
observar: ser testigo. Tal era la obligación contraída con el hombre amado.
Frente a ella, a un metro de distancia, podía ver como su marido se mordía los
labios para ahogar el dolor. Reiko no contaba con ningún medio para rescatarlo.
La transpiración
brillaba en su frente. Cerró los ojos para abrirlos de nuevo, como quien hace
un experimento. Su mirada había perdido todo brillo y los suyos parecían los
ojos inocentes y vacíos de un pequeño animal.
La agonía que se
desarrollaba frente a ella le quemaba como un implacable sol de verano, pero
era algo totalmente alejado de la pena que parecía estar partiéndola en dos. El
dolor crecía con regularidad. Sentía que su marido se había convertido en
un ser de un mundo aparte, en un hombre íntegramente disuelto en el dolor, en un
prisionero en una jaula de sufrimiento, donde ninguna mano podía llegar. Pero
no experimentaba ningún dolor. Su pena no era sufrimiento y, mientras pensaba,
comenzó a sentir como si alguien hubiera levantado una cruel muralla de cristal
entre ellos.
Desde su matrimonio,
la existencia de su marido se había convertido en la suya propia y cada
respiración parecía pertenecer a su mujer
En cambio, ahora,
mientras la existencia de él en el dolor era una realidad viviente, ella no
podía encontrar en su pena ninguna prueba concluyente de su propia existencia.
Usando sólo la mano
derecha, él comenzó a cortarse el vientre de lado a lado. Pero a medida que la
hoja se enredaba en las entrañas, era rechazada hacia fuera por la blanda
resistencia que encontraba allí. Comprendió que sería menester usar ambas manos
para mantener la punta profunda, hundida en su cuerpo. Tiró hacia un costado,
aunque el corte no se produjo con la facilidad que esperaba. Concentró toda la
energía de su cuerpo en la mano derecha y tiró de nuevo; el corte se agrandó de
ocho a diez centímetros.
El dolor se extendió
como una campana, que sonara en forma salvaje o como mil campanas, tocando al
unísono con cada respiración y latido, estremeciendo todo su ser.
No podía contener los
gemidos. La hoja ya se había abierto camino hasta lo bajo del ombligo. Al
advertirlo, él sintió un renovado coraje.
El volumen de la
sangre no había dejado de aumentar y ahora manaba de la herida causado por el
latir del pulso. La estera estaba empapada en sangre, que seguía renovándose
con aquella que chorreaba de los pliegues de su pantalón caqui. Una
salpicadura, semejante a un ave, voló hacia ella y manchó la falda de su
quimono de seda blanca.
Cuando pudo por fin
desplazar la espada hacia el costado derecho, ésta ya cortaba superficialmente
y era posible contemplar su punta desnuda, resbalosa de sangre y grasa. Atacado
súbitamente por terribles vómitos, gritó roncamente. Los vómitos volvieron aún
más horrendo el dolor, y el estómago, que hasta ese momento se había mantenido
firme y compacto, explotó de repente, dejando que las entrañas reventaran por
la herida abierta. Ignorantes del sufrimiento de su dueño, sus entrañas causaban una impresión de salud y
desagradable vitalidad, que las hacía escurrirse blandamente y desparramarse
sobre la estera. La cabeza del hombre se abatió, sus hombros se
estremecieron y un fino hilo de saliva goteó de su boca. Las charreteras
doradas brillaban a la luz. Todo estaba lleno de sangre. Él estaba empapado
hasta las rodillas y ahora se sentaba en una posición encogida y desamparada,
con una mano en el piso. Su cabeza colgaba en el vacío y su cuerpo se sacudía
en interminables arcadas. La hoja de la espada, expulsada de sus entrañas,
estaba totalmente expuesta y aún sostenida por su mano derecha.
Sería difícil imaginar
una visión más heroica, reuniendo sus fuerzas y echando la cabeza hacia atrás.
La violencia del movimiento hizo que su cabeza chocara contra uno de los
pilares de la alcoba.
Hasta ese momento,
había permanecido sentada con la mirada baja, como encandilada por el flujo de
sangre que avanzaba hacia sus rodillas, pero el golpe la sorprendió y tuvo que
alzar la vista.
Su rostro no era el de
un hombre con vida. Los ojos estaban vacíos; la piel lívida; las mejillas y los
labios tenían el color de la tierra seca. Sólo la mano derecha se movía, aún
sosteniendo con trabajo la espada. Se agitó con temblores en el aire,
como la mano de un títere, y luchó por dirigir la punta de la espada hasta la
base del cuello.
Contempló
como su marido intentaba este último conmovedor y fútil esfuerzo. Brillando de
sangre y de grasa, la punta se descargaba una y otra vez contra la garganta.
Siempre fallaba. No le quedaban fuerzas para guiarla y sólo chocaba contras las
insignias del cuello del uniforme, que se había cerrado de nuevo y protegía la
garganta.
No soportó
aquella visión por más tiempo. Intentó ir en ayuda de su marido, pero le
resultaba imposible ponerse de pie. Se arrastró de rodillas y su falda blanca
se tiñó de un rojo intenso. Se ubicó detrás de su marido y lo ayudó, abriendo
solamente el cuello del uniforme. La hoja vacilante por fin contactó con
la piel desnuda de su garganta. Tuvo la sensación de haber empujado a su marido
hacia delante. No fue así. El teniente había dado una última demostración de
fortaleza: echó su cuerpo con violencia contra la hoja y el filo perforó su
cuello, apareciendo luego por la nuca. Permaneció inmóvil, mientras un
tremendo chorro de sangre lo inundaba todo.
V
Descendió con
lentitud la escalera. Sus medias estaban resbalosas de sangre. En la habitación
superior reinaba ahora la más absoluta calma.
Encendió las luces de
la planta baja, verificó los quemadores y la llave principal del gas. Echó agua
sobre el carbón humeante y casi apagado del brasero.
Se detuvo frente al
espejo de la habitación de cuatro tatamis y alzó con moderación su falda.
Las manchas de sangre parecían un alegre dibujo estampado en la parte inferior
de su kimono blanco. Al instalarse frente al espejo, sintió la fría humedad de
la sangre de su marido en los muslos y tuvo un estremecimiento. Se entretuvo un
rato en el baño. Aplicó una generosa capa de rubor sobre sus mejillas y también
abundante pintura en los labios. Este maquillaje ya no estaba destinado a
agradar a su marido. Había algo espectacular y magnífico en los toques de su
pincel. Al levantarse, advirtió que la sangre había mojado la estera, dispuesta
frente al espejo. No lo tuvo ya en cuenta.
La joven se detuvo, al
pisar el corredor de cemento que llevaba a la galería. Su marido había cerrado
el pestillo de la puerta, la noche anterior, en un acto de preparación para la
muerte y -durante un instante- se sumió en la consideración de un simple
problema. ¿Dejaría el cerrojo cerrado? De hacerlo así, podrían transcurrir
varios días antes de que los vecinos advirtieran el suicidio. No le
agradó la idea de dos cadáveres descomponiéndose antes de ser
descubiertos. Después de todo, sería mejor dejar la puerta abierta. Abrió el
cerrojo y dejó la puerta entreabierta de vidrios ligeramente escarchados. El
viento helado se coló de inmediato en la habitación. Nadie pasaba por la calle;
era medianoche y las estrellas resplandecían tan frías como el hielo.
Dejó la puerta
entornada y subió las escaleras. Durante varios minutos caminó de un lado a
otro. La sangre ya se había secado en sus medias. De pronto, un olor peculiar
llegó hasta ella.
El teniente
yacía, boca abajo, en un mar de sangre. La punta de la espada, que sobresalía
de su nuca, parecía haberse hecho más prominente aún. Ella anduvo con
negligencia entre la sangre y se sentó al lado del cadáver de su marido: lo
observó con atención; tenía la mejilla apoyada en la alfombra; los ojos estaban
muy abiertos, como si algo hubiera despertado su atención. Alzó la cabeza, la
apoyó sobre su manga y, limpiándole la sangre de los labios, lo besó por última
vez.
Luego tomó del armario
una manta blanca y un cordón. Para evitar que su falda se desordenara, envolvió
la manta alrededor de su cintura y la sujetó con firmeza con el cordón.
Se sentó muy cerca de
él. Extrajo la daga de su faja, examinó el brillo opaco de la hoja y la acercó
a su lengua. El gusto del acero bruñido era apenas dulce.
No perdió tiempo.
Pensó que el dolor que la había separado de su marido moribundo iba a formar
parte ahora de su propia experiencia. Sólo vislumbró ante sí el gozo de
penetrar en un reino que su amado ya había hecho suyo.
Había percibido algo
inexplicable en la fisonomía agonizante de él. Algo nuevo. Le sería dado, pues,
resolver el enigma. Sintió que, por fin, también podría participar de la
verdadera amarga dulzura del gran principio moral en el cual él había creído.
Empujó entonces la
punta de la daga contra la base de su garganta. A con fuerza. La herida resultó
poco profunda.
Le ardía la cabeza y
sus manos temblaban de modo incontrolable. Forzó la hoja hacia un costado y una
substancia caliente le inundó la boca. Todo se tiñó de rojo frente a sus ojos,
como el fluir de un río de sangre. Reunió todas sus fuerzas y hundió aún más
profunda la daga en su garganta.
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